Pablo Pérez en el Oeste de Caracas

lunes, 6 de junio de 2011

Lobos, ovejas y pastores

Una mudez sospechosa la del Gobierno si consideramos su habitual locuacidad

ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 5 de junio de 2011


Las ovejas no son animales feroces, sino todo lo contrario. Por consiguiente, no se les puede pedir una conducta de lobos. Hechas de mansedumbre, seguramente limitadas de cerebro y necesitadas de guía, parece que apenas están en el mundo para comer pasto y para obsequiarnos lana y carne, una situación que aceptan sin protestar, o para proveer el material que habita las pinturas bucólicas. De allí que parezca evidente su desconcierto cuando falta el pastor, hasta el punto de no atreverse a sonar los balidos que las identifican como emblemas de una fauna incapaz de pronunciarse de diferente manera, sin tonalidades siquiera. Pero quizá solo estén capacitadas para obedecer a los individuos que las apacientan, se trate de pastoras o de pastores divinos y terrenales, sin establecer un vínculo de afecto o respeto mediante el cual demuestren que extrañan la presencia de quienes las dirigen para que no caigan en el zarzal, o que pueden sentir tristeza o rabia cuando alguien ajeno a la manada los perjudica. No son como parece que son los perros, se puede decir. Lo de ellas es ser sin remedio ovejas, dóciles de toda docilidad, apacibles de la mayor apacibilidad por disposición de la naturaleza.

Como quizá ya imaginó el lector, la zoológica referencia pretende llamar la atención sobre la reacción tibia o indiferente de la ciudadanía, pero especialmente de los fieles católicos, ante el ataque perpetrado contra imágenes sagradas para el culto mayoritario, que hemos presenciado en los últimos días. Fueron mancilladas varias estatuas de la Divina Pastora, patrona de Barquisimeto y objeto de devociones multitudinarias; una estatua de la Virgen de Coromoto, patrona de Venezuela; y otra del doctor José Gregorio Hernández, entrañable figura de la religiosidad popular también venerada en los altares. En lugar de que se produjera la respuesta enfática que se pudiera prever debido a la cercanía de los objetos de adoración con el amor del pueblo, ha prevalecido una insólita sensación de parálisis sin vínculos con lo que supuestamente siente la colectividad ante las imágenes sometidas al escarnio. Apenas una manifestación aislada y menguada en Barquisimeto, incomparable con las exhibiciones de fervor que antes ha ofrecido la ciudad. ¿Estamos ante un caso de relación superficial de los llamados devotos con las figuras a quienes se dice que veneran? ¿Qué pasa con las atronadoras procesiones y con las consuetudinarias promesas y con las multiplicadas jaculatorias de que hace gala la muchedumbre frente a los objetos de su fe? ¿Por qué no se manifiestan cuando factores extraños hacen público vituperio de ellos?

Las respuestas pueden provocar ronchas, en especial cuando la conducta ovejuna se ha visto acompañada por el silencio de quienes administran los templos en los cuales se asientan las imágenes. Hasta el momento de redactar este artículo no se ha escuchado la voz de alarma de los sacerdotes, mucho menos la palabra de la Conferencia Episcopal. ¿Acaso no se sienten concernidos? ¿Acaso los objetos destruidos o profanados no son de su incumbencia? O, para decirlo de una buena vez, ¿no depende de esos objetos la influencia que, como curas de almas y como prelados con audiencia, ejercen sobre la sociedad? Mal están las cosas en Venezuela cuando los interesados se desentienden de asuntos que deben ser, necesariamente, de su primordial interés. No solo porque del culto a las imágenes depende la permanencia de la Iglesia que está bajo su tutela, sino también porque, más que una tropelía contra unas efigies dignas de respeto, se ha hecho injuria del pueblo que las implora y solicita. Tal vez las implore y solicite sin la intensidad que se pensaba, de acuerdo con lo que se viene sugiriendo, pero es evidente que a ese pueblo se dirigen las balas y las piedras disparadas contra los iconos. La profanación de la Divina Pastora y de la Coromoto y de José Gregorio es una sonora befa del pueblo venezolano, que el pueblo quizá no haya advertido cabalmente y sobre la cual ya debían haber redactado los obispos un documento como los que han suscrito cuando les ha parecido para enfrentarse al gobierno.

El Gobierno también forma parte del asunto, desde luego, especialmente por la mudez que lo ha poseído desde cuando ocurrieron las profanaciones. Una mudez sospechosa, si consideramos su habitual locuacidad. Una mudez extraña, si consideramos que el ataque de las estatuas es el ataque del pueblo soberano a cuyo servicio dice estar. También por dejar que las cosas lleguen así de lejos sin hacer nada. Tan evangélico y tan pontifical como le gusta mostrarse, han hecho falta las homilías del Presidente. Tal vez las cosas cambien cuando circule el presente artículo, quizás los prelados hayan salido del letargo, los feligreses hayan sentido de veras su vejamen y el arcipreste laico nos sorprenda con copioso sermón. Veremos. Tal vez sí, tal vez no, sin que nadie pierda el sueño, pues no se trata de convocar a una nueva cruzada. En todo caso, sobrará quien prefiera la visita a candorosas estampas con querubines y palomitas en las esquinas, arbustos podados con esmero, corderillos con un lazo de seda en el pescuezo y una zagala cuidando con su cayado la armonía del vergel. Una estampa que ofendería a un amigo que ahora viene a mi memoria, Manuel Caballero, un descreído a quien le gustaba hablar con la Divina Pastora. El cromo, sin embargo, haría las delicias del lobo convertido en taimado espectador.

eliaspinoitu@hotmail.com

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