Pablo Pérez en el Oeste de Caracas

jueves, 4 de agosto de 2011

¿A la altura de los tiempos?


Lo cierto es que en doce años se ha dicho mucho y se ha hecho más bien poco La administración del país se ha convertido en un inconveniente ejercicio de retórica política

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Por: Miguel Ángel Latouche


Es interesante, el Presidente regresa de La Habana y lo primero que hace es reafirmar su candidatura para la contienda electoral del año próximo.

Luego, nos dice que va a mantenerse en el poder hasta el 2031 o más allá. Lo hace con el desparpajo que lo caracteriza, así como quien se burla de todo el país.

El Presidente no se refiere a los múltiples problemas que tiene la nación. Es como si no estuviese pasando nada, como si todos fuésemos felices, como si la delincuencia no se encontrase desbordada, o el país lleno de huecos. Como si las cárceles no fuesen un tema a atender por la administración, como si la economía funcionase, como si la corrupción no nos acogotase, como si el funcionamiento de la administración fuese eficiente.

Hay que reconocerle al Presidente que tuvo la capacidad para enterrar al siglo XX venezolano. Si uno recuerda el deterioro terrible del `Puntofijismo’, la destrucción del sistema de partidos, la crisis del sistema representativo, la deslegitimación del sistema político y la manera como el chavismo le dio una estocada final representada en la toma del Congreso y la convocatoria a la Constituyente, tendría que reconocer que Hugo Chávez venció en buena lid a aquellos partidos desdibujados, a aquellos candidatos de segunda, a aquel mensaje incoherente, a aquella campaña absurda que caracterizó los días finales de la llamada Cuarta República.

La promesa del candidato parecía atractiva: reconstruir la democracia, darle un carácter popular, acabar con la corrupción, mejorar la salud, la educación, generar felicidad.

Claro, como dice mi padre, uno puede hacer castillos con la boca. Del dicho al hecho hay mucho trecho, reza un dicho popular. Acá lo cierto es que en doce años se ha dicho mucho y se ha hecho más bien poco, sobre todo si uno lo piensa desde la impresionante cantidad de recursos que ha ingresado al país en este largo período presidencial.

Soñamos con dos millones de casitas, con la incorporación escolar de los excluidos, con la reducción de la pobreza, con la humanización de las cárceles, con una policía que funcione, con una dotación apropiada para los hospitales, con una administración pública adecuada y honesta, con una economía sana, con un abastecimiento suficiente. Deseos no preñan. El país no funciona por decreto. Un país no se desarrolla a fuerza de misiones. Al Presidente le preocupa su candidatura, le preocupa aferrarse al poder. Hablamos del poder por el poder mismo, se trata de una manera demasiado cínica de conceptualizar el ejercicio de la gestión pública.

MIENTRAS TANTO

El Presidente sigue jugando a la esperanza. Tenemos un país ingenuo. Un país que necesita aferrarse a la esperanza. Él tiene una gran habilidad para vender ilusiones, para parecer autentico, y ha encontrado una manera genial de comunicarse con los más necesitados. Lo mismo no sucede con su capacidad para construir soluciones. Hablamos de doce años de promesas, de doce años de sueños, de doce años de ilusiones.

No hay lapsos para la materialización de las acciones de gobierno, nos encontramos en un devenir permanente en el cual una promesa electoral se sobrepone sobre alguna otra, la justifica. La responsabilidad de los funcionarios públicos no sólo está referida a la buena administración de los recursos, a la honestidad de sus actuaciones, al respeto por la legalidad y por las instituciones.

Lo cierto es que los funcionarios tienen la responsabilidad de decir la verdad, de proteger la soberanía, de mantener el orden colectivo, de construir oportunidades.

La administración del país se ha convertido en un inconveniente ejercicio de retórica política. Gobernar el país es el equivalente a una gran habladera de paja. No se planifica, no se evalúa, no se toman previsiones. El país es una gran improvisación. No importa mucho si el Presidente se encuentra en La Habana o en Caracas, me parece que prefiere el aire caribeño y el carácter resignado de los habaneros a este cuero seco y levantisco que es el país. Lo cierto es que el país se desestructura institucionalmente, se hace más dependiente del petróleo, menos autónomo.

Nos hemos convertido en un montón de gente que vive sobre un territorio, sometida a una voluntad autocrática, que ejerce el poder de manera permanente, pero que gobierna poco y mal. Tenemos por delante la necesidad de reinventarnos en tanto que sociedad democrática, uno espera que lo hagamos de manera racional. Mientras tanto el país espera. Ojalá nos encontremos como diría Ortega: a la altura de los tiempos.

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